"Ahora bien, sabido es que los gustos de la juventud se reproducen con más fuerza en la vejez, y Sechard confirmaba esta ley moral: cuanto más envejecía, más le gustaba beber. Su pasión dejaba en su cara huellas que contribuían a hacerla en extremo original: su nariz había tomado el desarrollo y la forma de una A mayúscula, y sus dos mejillas parecían hojas de vid llenas de gibosidades violáceas, purpurinas, y a trechos matizadas, hasta tal punto, que hubierais creído que su cara era una trufa monstruosa envuelta por los pámpanos de otoño.
Ocultos bajo las gruesas cejas semejantes a matorrales cargados de nieve, sus ojillos grises, que denotaban la astucia de una avaricia que eclipsaba a todos los demás sentimientos, hasta el cariño de padre, conservaban su gracia especial hasta cuando estaba borracho.
Su cabeza calva y provista únicamente por los lados y por detrás, de algunos cabellos grises, recordaba a los cordeleros de los Cuentos de la Fontaine.
Era pequeño y barrigudo, como muchas de esas antiguas lamparillas que consumen más aceite que mecha, pues los excesos en todo suelen conducir el cuerpo por la senda que le es propicia. Lo mismo la embriaguez que el estudio, engorda al hombre gordo y adelgaza al delgado.
Jerónimo Nicolás Sechard hacía ya treinta años que llevaba el famoso tricornio municipal que usa aún en algunas provincias el tambor mayor de la villa; su chaleco y pantalón eran de terciopelo verdusco, y llevaba vieja levita negra, medias de algodón y zapatos con hebillas de plata. Este traje, en que tan bien se veía el obrero en el burgués, era tan apropiado para sus vicios y para sus costumbres, y denotaba tan a las claras la clase de vida que hacía, que aquel buen hombre parecía haber nacido vestido, y no os lo hubierais imaginado sin sus ropas, como tampoco os podéis imaginar la cebolla sin la piel."
Descripción de Jerónimo Nicolás Sechard, “Ilusiones perdidas”, H. de Balzac