lunes, 17 de diciembre de 2007

Un siglo de arquitectura

Feliz Cumpleaños al genial Niemeyer que, para celebrarlo, nos sorprende con un nuevo proyecto: la remodelación del Palacio del Planalto, sede de la presidencia de Brasil.

La Foto de la Semana: Belleville-Ménilmontant, de Willy Ronis

city of madness

De todos los acontecimientos en lo que participamos, con o sin interés, la búsqueda fragmentaria de una nueva forma de vida es el único aspecto todavía apasionante. Es necesario deshechar aquellas disciplinas que, como la estética u otras, se han revelado rápidamente insuficientes para dicha búsqueda. Deberían definirse entonces algunos campos de observación provisionales. Y entre ellos la observación de ciertos procesos del azar y de lo previsible que se dan en las calles.
Guy Debord

domingo, 16 de diciembre de 2007

un mapa de extravios


Paseo, paseo.
Un leit-motif en estos días.
Un amigo me devuelve tras no se cuanto tiempo, El Paseo de Robert Walser. No recuerdo habérselo prestado.
Un directo de Chet Baker que no reseñé en su momento incluye “Sad Walk” de Bob Zieff.
Me acaba de llegar para que haga lo que esta vez se me pasó, el último de Franz Koglmann, Nächtliche Spaziergänger...
Y sin embargo ya no paseo, es imposible en estas vísperas de Navidad inyectadas de prisa y ciega promesa.
La ciudad ya no es una ciudad de memoria, como aquel proyecto neoyorkino en el que sus habitantes cuentan sus historias, añaden fotos y sonidos y son localizados en un mapa en los que los lugares parpadean como si señalasen una situación de emergencia que requiriese una intervención rápida. (http://www.cityofmemory.org/)
Tampoco lo es de imágenes, disueltas en la velocidad.
Si acaso lo es de palabras, capaces de fijar su evocación, mas nunca su presencia.
City of words, así se titulaba un libro de Tony Tanner que leí en la facultad y cuyo contenido no recuerdo, como de tantos otros miles. El deseo de volver a tenerlos en mis manos no ha desaparecido sin embargo, y nada me gustaría más que recupera la copia de The Ruined Map de Kobo Abe que un días tuve.
La ciudad tiene la longitud de mi paso.
Siempre ha sido así, siempre la he caminado, con o sin dirección, cuando tuve moto o sin ella. Pero ya no soy un paseante, como mucho, alguien que se deja caer por ahí sin motivo aparente y sin avisar.
La fiesta, el mundo de maravillas propulsado por el deseo que la ciudad promete, sigue, pero ya no estoy allí.

martes, 11 de diciembre de 2007

Quinta puntata: ¿Dónde está Boris Vian?



Estaba sentada en una esquina; esta mesita cerca de la puerta trasera, donde se haya el piano desafinado, siempre me espera sobre la misma hora de la noche con una copa de vino que el camarero se anticipa a servirme, bien rouge pour faire ambience... El murmullo de fondo me hacía sentir que la atmósfera estaba raramente tranquila. Mejor, me dije, así podré poner mis ideas en orden. Poco a poco empezaron a llegar mis amigos, Pepe, Manu, Miguel.
-¿Y el saxo? ¿no lo has traido?
-No, se lo presté a un gato negro que rescatamos de una alcantarilla.
-El pobre, espero que no se muera de frío
-Imposible, le invitamos a unos aguardientes.
-Pues que no muera de calor...

Yo seguía pensando qué espacios podía darles a mis amigos para expresarse
-Esto no es Belleville, claro, allí es otra cosa, y todo el mundo puede tocar en la calle.
-¿Por qué la música debe estar al interior? Como los helechos.
-Yo prefiero los limoneros, dijo Pepe
-Sí, pero pinchan y a veces hay abejas alrededor.
-Miguel, no exageres.

El humo cada vez se hacía más denso, me costaba ver a mis amigos, me asustaba perderlos de vista, así que me pegué a uno de ellos, por la largura de sus piernas supe que era Manu.
Terminé mi terquincuarta copa y las mejillas me hervían.

Salí al frío de la calle, estaba desierta.

Notre musique


Cuando se ha estado allá, rodeada de reflexiones, de discursos, de personajes de excepción por su modestia y por su desmesura. Cuando se ha estado varios meses sumergida, por completo, respirando de otro modo, en una atmósfera diferente, desconocida, juzgada en exceso, demasiado olvidada en Europa. Cuando se ha aprendido que la tolerancia, la solidaridad y la convivencia fueron posibles. Cuando deja de entenderse por qué el ser humano nunca se cansará de destruir sus creaciones más sublimes y sus corazones más generosos. Entonces, esta película de Godard te raja en dos.

sábado, 8 de diciembre de 2007

Paseo sentimental


La frágil promesa de dejar a un lado el tabaco una mañana más.
Me he levantado temprano. Mi hijo sigue dormido.
Me asomo a la bruma en las ventanas. Su velo difumina los contornos de la incongruente vegetación de la avenida; palmeras, naranjos, eucaliptos.
Enfrente, la estructura del neón del hotel Andalucía Palace, una apagada corona de miss, queda reducida a su esqueleto.
Preparo una segunda cafetera.
Un timbre anuncia que el ordenador ha terminado la descarga de un disco que nunca logré escuchar en el pasado.
¿Un rescate?¿Una pieza que faltaba? No. Sólo información. Nada iguala a la consumación que suponía conseguirlo entonces. No nos engañemos, como dice el cuento de Andersen, hubo un momento en el que desear era útil. Frase cruel.
Tan cruel como las dos que Hemingway consideraba como su mejor creación, su cuento de una sola línea “En venta: zapatos de niño. Nunca usados”. Otro cuento de una sola línea, de tres palabras: “hubo un momento,” punto final. No soy Hemingway .
En 1984 Chet Baker grababa A sentimental walk in Paris. No es un buen álbum, está entre sus discos grabados entre la inercia y la necesidad de conseguir dinero para mantener a cualquier costa su hábito de heroinómano. Mi copia está en algún sitio en el guardamuebles entre sus vinilos, como los que grabó junto a Catherina Valente, cuya verdad reside en el algo kitsch de lo sentimental. Dudo que Baker pudiese hacer un viaje sentimental. No creo que la urgencia de su hábito se lo permitiese. Ahí esta su biografía, Como si tuviera alas. Pero pocas ciudades parecen más apropiadas para ello que París, allí recalaba en cada una de sus visitas a Europa, allí grabó sus discos para Barclay, allí murió de sobredosis su pianista Dick Twardzick ... ningún escenario más apropiado para el “lover boy” eterno que murmuraba “She was too good for me”, “Deep in a dream” o “The touch of your lips”. Su imagen se ha congelado en ese algo tan sentimental como las fotos de Doisneau.
Mi hijo se acaba de levantar.
Descalzo, se ata el cinturón de la bata. De una patada, le lanzo las zapatillas. Enciende la TV y coge un tubo dorado de galletas de chocolate. Le pongo una taza de leche fría, no soporta la caliente.
En estos días vuelvo a pasear por la ciudad sin que las tardía salidas de la oficina me lo impidan. Vuelvo a errar y encontrarme con sentimental walks como el que me llevó a la fabrica de La Trinidad.
Una vez conocí a alguien llamado Pablito. Lo admiraba. Había vivido el declive del sueño de Ibiza, tenía una cámara con la que hacía películas y una estimable colección de LPs. Con fe todavía infantil, yo, más joven, lo consideraba mi amigo, por más que no fuese sino un reflejo inalcanzable. Vivía cerca de la antigua cárcel de Sevilla, y odiaba el sitio.
Camino de Toys’R’Us, inevitable en estas fechas, mi hijo y yo pasamos por ahí, no pude sino meterme por la que una vez fue su calle. No había nada reconocible. La hilera de tiendecillas había sido barrida por nuevas edificaciones de alto coste. De su casa, una estrecha edificación de dos plantas, no quedaba nada. Un paseo sentimental sin otro escenario que un recuerdo semiborrado.
En sus últimos años Pablito tenía la misma adicción que Baker. No había nada glamuroso en ello. No era una artista. Sencillamente, alguien de otra época que se devaneció tragado por la voraz velocidad del tiempo.
Hubo un momento.
P.S. : Me encontré a Jesung, espadachín del montaje de exposiciones.
P.S 2: Uno de los discos que bajé anoche era el Deja Vu, de Crosby Stills Nash & Young. Necesitaba escuchar las armonías vocales de “Carry On” y la versión de del “Helpless” de Young. Hacía décadas que no lo oía. “Our House” me sigue molestando. La memoria del ordenador está tan llena que el la reproducción salta y salta. Para los que gustan de las causalidades y casualidades, una metáfora del mecanismo atascado de mis recuerdos.

martes, 4 de diciembre de 2007

Una puerta cegada



“Soy un patriota del distrito décimo cuarto de Brooklyn, donde crecí”.
Así abría Henry Miller su Primavera Negra.
Pio XII y el hervidero multirracial y pendenciero que en él describe, poco tienen que ver, sobre todo para un turbio niño más bien mimado como fui. Pero como Miller puedo también decir que soy un patriota, de lo único que puedo decir que lo soy, de mi barrio.
(Curioso que en las lenguas anglogermánicas aquellas palabras que nominan el país y su arraigo sean femeninas frente a las del masculinas del latín.)

La fisonomía del barrio, de manzanas con patios interiores, hoy arrebatados por los habitantes de los pisos bajos y convertidos en semi-backyards de recreo y de improvisados trasteros, pero entonces cubiertas de árboles, es algo que nunca he dejado. Hoy nadie juega en esos patios, se han convertido en un laberinto de las más variadas formas de cercados, de la celosía a la maya de alambre, en las que se apoyan motos, bicis, sillas de fibra vetadas por el sol, bombonas de butano y coches y correpasillos infantiles. Pero otro elemento, como eran las tapias han tardado en desaparecer.

Entrar por la Avenida de Miraflores era encontrar una larga sucesión de tapias de instalaciones fabriles, como entrar por Carretera de Carmona era encontrar una de portalones de almacenes. Ese muro sin recovecos llegaba hasta lo que hoy ocupa Santa María de Ordás, entonces una fábrica de corcho y el cine de verano Pio XII, una visión que ha hecho que nunca me haya sentido ajeno en ciudades llenas de tapias, tanto que he visitado como Dusseldorf o en las que he vivido, como Edimburgo. Tapias, tapias de ladrillo sin fin que después se continuaban hasta el colegio de La Salle, mi primer colegio, donde me entrené en la fechoría y entreví algo parecido a una inestable felicidad.

Siempre he sentido la avenida como el cuello de un embudo que recorría para después abrirme a lo que consideraba la ciudad. Miles de veces la he recorrido, las sigo recorriendo, ahora que he vuelto a mi barrio después de la tentativa de deshacerme de él, y en mi memoria se amontonan desordenados los establecimientos que entonces la jalonaban y que veía cada mañana camino de mi segundo colegio, La Trinidad, donde ya no vislumbré otra cosa que la huida. Hay imágenes felices, como la pastelería del inicio de Miraflores, donde comprábamos cuñas, carmelas y los días de los Santos Inocentes, milhojas que nos estrellábamos con regocijo y humillación en las caras, menos, como las discusiones matutinas del bar de los transportistas, brutalmente iluminado con fluorescentes y de perpetuo olor a aguardiente; también caseras como el del oscuro bar-estanco al lado del de los transportistas, o el del kiosco de Lola donde me hacía con los cromos de mis siempre inacabadas colecciones, mi Hazañas Bélicas y mi Tio-vivo. También, a la mitad del recorrido, el cuartel de la Guardia Civil donde mi abuelo paterno, el buen Pepe Gómez, pasó la Guerra Civil. Hiperactivo como entonces era, he arañado con la uña, con alguna tiza, con alguna rama seca, todas esas tapias en un recorrido interminable.

Cuando hace dos semanas visité la Fábrica de Vidrio La Trinidad en una acción de sus vecinos ante su demolición, me encontré de nuevo con todo ello. En aquellos momentos estaba leyendo Un pedigrí de Patrick Modiano, la plasmación autobiográfica de lo que tanto hemos leído en su obra de ficción. La cartografía fantasma de París que es, entre otras cosas, su obra, tenía allí un paralelo: casas, oficinas, calles, garajes que habían sido y que la lepra del tiempo ha dejado sin certeza. Entré en la fábrica por una extraña puerta verde maciza que nunca supe muy bien para qué estaba allí – ahora sí-, y fue como si siempre hubiese sabido cómo era aquello por más que nunca lo hubiese pisado antes. Hoy la puerta verde ya no existe: la han tapiado. This property, this property is condemned, cantaban con escalofrío The Triffids con ecos la obra en un acto de Tenesee Williams que Sydney Pollack reinventó en película con una turbadora Natalie Wood.

Siempre me ha llamado la atención como las tapias de la Trinidad han permanecido intocadas por ese uniforme pret-a-porter que iguala todas las ciudades que es el graffiti. En su tiempo se pegaban los carteles de los circos, las actuaciones y los nuevos discos de lanzamiento masivo que hoy ocupan zonas de la Carretera de Carmona. Hoy sólo hay, como humildes escamas, algún anuncio con flecos en los que se ofrece el teléfono de alguien que oferta o pide trabajo, algún pasquín, la publicidad de alguna médium que promete visión panorámica del futuro y alguna pintada cazurra.

Como un antiguo calendario de taco, cuyas hojas amarillean y se abarquillan, cada día soy un epígono del que en algún otro momento fui.