martes, 4 de diciembre de 2007

Una puerta cegada



“Soy un patriota del distrito décimo cuarto de Brooklyn, donde crecí”.
Así abría Henry Miller su Primavera Negra.
Pio XII y el hervidero multirracial y pendenciero que en él describe, poco tienen que ver, sobre todo para un turbio niño más bien mimado como fui. Pero como Miller puedo también decir que soy un patriota, de lo único que puedo decir que lo soy, de mi barrio.
(Curioso que en las lenguas anglogermánicas aquellas palabras que nominan el país y su arraigo sean femeninas frente a las del masculinas del latín.)

La fisonomía del barrio, de manzanas con patios interiores, hoy arrebatados por los habitantes de los pisos bajos y convertidos en semi-backyards de recreo y de improvisados trasteros, pero entonces cubiertas de árboles, es algo que nunca he dejado. Hoy nadie juega en esos patios, se han convertido en un laberinto de las más variadas formas de cercados, de la celosía a la maya de alambre, en las que se apoyan motos, bicis, sillas de fibra vetadas por el sol, bombonas de butano y coches y correpasillos infantiles. Pero otro elemento, como eran las tapias han tardado en desaparecer.

Entrar por la Avenida de Miraflores era encontrar una larga sucesión de tapias de instalaciones fabriles, como entrar por Carretera de Carmona era encontrar una de portalones de almacenes. Ese muro sin recovecos llegaba hasta lo que hoy ocupa Santa María de Ordás, entonces una fábrica de corcho y el cine de verano Pio XII, una visión que ha hecho que nunca me haya sentido ajeno en ciudades llenas de tapias, tanto que he visitado como Dusseldorf o en las que he vivido, como Edimburgo. Tapias, tapias de ladrillo sin fin que después se continuaban hasta el colegio de La Salle, mi primer colegio, donde me entrené en la fechoría y entreví algo parecido a una inestable felicidad.

Siempre he sentido la avenida como el cuello de un embudo que recorría para después abrirme a lo que consideraba la ciudad. Miles de veces la he recorrido, las sigo recorriendo, ahora que he vuelto a mi barrio después de la tentativa de deshacerme de él, y en mi memoria se amontonan desordenados los establecimientos que entonces la jalonaban y que veía cada mañana camino de mi segundo colegio, La Trinidad, donde ya no vislumbré otra cosa que la huida. Hay imágenes felices, como la pastelería del inicio de Miraflores, donde comprábamos cuñas, carmelas y los días de los Santos Inocentes, milhojas que nos estrellábamos con regocijo y humillación en las caras, menos, como las discusiones matutinas del bar de los transportistas, brutalmente iluminado con fluorescentes y de perpetuo olor a aguardiente; también caseras como el del oscuro bar-estanco al lado del de los transportistas, o el del kiosco de Lola donde me hacía con los cromos de mis siempre inacabadas colecciones, mi Hazañas Bélicas y mi Tio-vivo. También, a la mitad del recorrido, el cuartel de la Guardia Civil donde mi abuelo paterno, el buen Pepe Gómez, pasó la Guerra Civil. Hiperactivo como entonces era, he arañado con la uña, con alguna tiza, con alguna rama seca, todas esas tapias en un recorrido interminable.

Cuando hace dos semanas visité la Fábrica de Vidrio La Trinidad en una acción de sus vecinos ante su demolición, me encontré de nuevo con todo ello. En aquellos momentos estaba leyendo Un pedigrí de Patrick Modiano, la plasmación autobiográfica de lo que tanto hemos leído en su obra de ficción. La cartografía fantasma de París que es, entre otras cosas, su obra, tenía allí un paralelo: casas, oficinas, calles, garajes que habían sido y que la lepra del tiempo ha dejado sin certeza. Entré en la fábrica por una extraña puerta verde maciza que nunca supe muy bien para qué estaba allí – ahora sí-, y fue como si siempre hubiese sabido cómo era aquello por más que nunca lo hubiese pisado antes. Hoy la puerta verde ya no existe: la han tapiado. This property, this property is condemned, cantaban con escalofrío The Triffids con ecos la obra en un acto de Tenesee Williams que Sydney Pollack reinventó en película con una turbadora Natalie Wood.

Siempre me ha llamado la atención como las tapias de la Trinidad han permanecido intocadas por ese uniforme pret-a-porter que iguala todas las ciudades que es el graffiti. En su tiempo se pegaban los carteles de los circos, las actuaciones y los nuevos discos de lanzamiento masivo que hoy ocupan zonas de la Carretera de Carmona. Hoy sólo hay, como humildes escamas, algún anuncio con flecos en los que se ofrece el teléfono de alguien que oferta o pide trabajo, algún pasquín, la publicidad de alguna médium que promete visión panorámica del futuro y alguna pintada cazurra.

Como un antiguo calendario de taco, cuyas hojas amarillean y se abarquillan, cada día soy un epígono del que en algún otro momento fui.

2 comentarios:

Culturilla del antifaz dijo...

Me encanta cuando te pones sentimentalón...

Anónimo dijo...

qué insensato, verdad?